Hacía año y pico que no me sentaba frente a un examen. Como era de esperar, se me había olvidado todo lo que ello conllevaba.
El café a todas horas. En el desayuno, antes de entrar al examen, después de hacer el examen, en el intervalo entre ese y el siguiente examen. Café siempre, a cada rato, con y sin leche, sin azúcar porque p'a qué. Y, tras varios días con ese ritmo, el estómago dado la vuelta.
Los esquemas, los bolígrafos, apuntes, libros, todo ese material que desearías poder memorizar en un vistazo y que desgraciadamente te requiere mucho más esfuerzo que ese. Trabajar la teoría, hasta altas horas de la noche, no poder ni con el alma y, sin embargo, seguir empollando como un loco, sin entender ni lo que estudias pero sabiendo que es la única manera de hacer algo cuando te den el examen de verdad.
El no dormir. El despertar de madrugada por la paranoia de si no irá a ceder el escritorio bajo el peso de tantos libros (y, encima, levantarte y posarlos todos sobre el suelo). El despertar con la nuca sudada y el resto del cuerpo entre temblores. El despertar tras alguna pesadilla y que lo primero que el cerebro haga sea recordar la teoría anteriormente trabajada. El dormir cinco horas la noche previa al examen.
La angustia. La angustia a todas horas. El nudo en el estómago que ni vive ni deja vivir. Las ganas de llorar. Las uñas rumiadas y los labios llenos de llagas. Los resoplidos.
La irritación ante cualquier ruido.
La convicción de que, si cabe, lo peor de todo esto es que aquello que estudias no te va a sacar de la precaria situación en que te encuentras.