19 enero 2013

Disfrutar compartiendo la abstracción

Después de muchas batallas internas, devaneos, lloros y risas, me he forjado una idea bastante aproximada de cómo quiero ser, de qué tipo de persona quiero que habite mi piel y de quién quiero que la conozca y quién no.

Desprecio lo físico. Es decir, no lo desprecio, ¡siempre es de agradecer que la realidad que compartimos todos me recuerde en qué mundo vivo! Pero me repatea lo bonito, lo que se puede tocar si se quiere, aquello que está al alcance de mis manos y de las de cualquiera, me repatea la imaginaria capacidad de posesión, ¡eso es!, ¡no me gusta que el sentifdo físico de las cosas nos haga pensar que estamos en derecho de poseerlo!

Me fascina, por el contrario, lo abstracto. Las mentes, las emociones, las vibraciones que transmiten los lugares, las miradas. La abstracción es una forma de belleza en sí, porque para mí significa algo muy distinto a lo que posiblemente signifique para mi prójimo más cercano. Pero ¿quién quiere darle un formato, una definición, a la abstracción?, su belleza radica precisamente en lo difuso, lo impreciso, lo caótico.

He hablado muchas veces y de manera difusa sobre los ojos de Miguel, ¡y es que son la personificación de lo abstracto!, de cuánto puede esconderse detrás de un iris marrón y una pupila hiperactiva. Por descontado, su mirada es bellísima, pero lo que realmente la perfila de esa belleza de la que me nutro no es su forma, no es su color, sino lo que transmite, lo que le late dentro, todo eso que ni se ve ni se toca ni, por descontado, se puede poseer.

Tal vez lo abstracto es mágico precisamente porque no se puede poseer, tal vez el reto de querer bucear en ello esté precisamente no en poseerlo sino en compartirlo.

Tal vez esa sea la idea concluyente que buscaba hoy, a fin de cuentas: que compartir me hace mucho más feliz que poseer.

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