El mundo entero parece empeñado en recordarme que ya no queda nada, que en dos meses (¡menos aún!) ya estaré de vuelta definitiva, que no me queda nada más que el último empujoncito en ese lugar con el que no me entiendo del todo bien. Lo que nadie intuye en mis plastificados asentimientos con aire de entusiasta optimista ante tamañas afirmaciones animosas es que se me parte el alma solo de pensar en volver a hacer ese eterno vuelo de nueve horas con la escala incluída, que me pongo enferma de imaginar mi inminente enfrentamiento con algún taxista que otro, que se me deshilacha el corazón de pensar lo fría que va a estar la casa al llegar, que me dan temblores de recordar lo que eran los diez grados negativos.
El mundo entero parece empeñado en hacer que todo esto parezca más fácil de lo que es, cuando nadie les ha pedido ayuda psicológica en ningún momento.
El mundo entero parece envidiar "la experiencia" cuando yo vendería mi alma por terminarla ya mismo.
No quiero volver a marchar. No quiero sufrir los inconsolables lloros que ello causa. No quiero volver a alejarme de él. De ellos. Nunca.
Se está mejor en casa que en ningún sitio.
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