La vida es poesía.
He tenido tiempo más que suficiente estos días para quedarme mirando a un completo desconocido, generalmente escogido por el azar ocioso de no estar mirando a ninguna parte en concreto, y detenerme a analizar sus gestos, su manera de hablar, su mirada, las variaciones en su postura dependiendo de su compañía, por supuesto su manera de vestir, y demás minúsculos detalles, e intentando encontrar después relaciones entre estas variables y la nacionalidad del individuo en cuestión.
Mucha gente muy curiosa hay por el mundo.
Está por una parte mi personaje favorito, el misterioso: se trata del chico que nunca me permitió averiguar su nacionalidad porque siempre iba solo, enfundado en unas gafas de sol oscuras, a la sombra de las sombrillas, hinchándose a beber a través de unos labios torcidos en una sonrisa estúpida y casi drogada, fumando puros de noche y guardando todos esos excesos en una mierdita de complexión flaca y desgarbada. Tal vez fuese francés, se me ocurre pensar. Aunque también podía ser alemán. Dios sabrá.
Estaban, por otro lado, los estereotipos más definibles: italianos modernísimos y casanovas que metían mucho ruido, alemanes ultratatuados y con carteles neónicos de amor a Rammstein y sus nazismos, el espeluznante pseudolatino que resultó ser español y que se ganó el mote de Tacabró (¡exacto!, un know how vital calcado al del autor del temazo del verano, el "tacatá"), la mujer hippie que me habló con muchísima dulzura sobre el vegetarianismo y la vorágine del mundo y su niño de cinco añitos que es como un señor en pequeñito, el atractivísimo camarero polaco con el que establecí una química tan sensual...
Me encanta la gente, me encanta la vida, me encanta haber podido disfrutar de una semana de ocio absoluto para darme cuenta de que la vida, después de todo, sigue adelante y es demasiado hermosa como para dejarla escapar entre lamentos.
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