Todos los que me conocen saben se sobra que Irlanda es una de mis aficiones, obsesiones, centros de culto, fuentes de referencia histórica y, en general, ubicaciones geográficas, a las que más cariño tengo en este mundo. Se trata de un cariño que me viene dado por varias historias de diversa índole, pero todas ellas conducen a una misma conclusión: que, en mi vida, de una manera u otra, siempre ha habido una parte, una pequeñísima porción aunque sea, en la que Irlanda ha estado observándome crecer.
Conocí hace poco, a manos de la persona a la que posiblemente más admire en este mundo, la obra de un autor cuyas novelas mezclan a partes iguales historia y narrativa. Centrándose en un lugar geográfico concreto, este autor e historiador, por nombre Edward Rutherfurd, hilvana varias historias inventadas, que generalmente responden a una misma procedencia genealógica (por lo general ficticia), para así ir narrando, desde el punto de vista de las personas de la época, el contexto histórico de cada uno de los momentos más relevantes de la historia de dicho lugar. Conocer la historia a través de las personas, ¿no es ese precisamente el sueño de todo humano medianamente curioso?
La saga "Dublín" de Edward Rutherfurd se compone de dos volúmenes, "Príncipes de Irlanda" y "Rebeldes de Irlanda" y, tal y como los títulos de los mismos permiten adivinar sin dificultad, en ellos relata la historia de este al que de vez en cuando me referiré como "mi paisito". Es una lectura de la que estoy disfrutando enormemente precisamente porque me está acercando mucho a la realidad cotidiana de esa Irlanda que, ahora mismo (por "ahora mismo" entiéndase el punto en el que he aparcado hace diez minutos la lectura, es decir, en el año 1170), empieza a ser invadida por vez primera por los normandos asentados en Gran Bretaña. Y seré sincera: pese a haber sido siempre una fiel luchadora por la causa pronacionalista irlandesa, y no haber estado nunca segura de cuál sería el bando por el que me habría decantado, de haber sido libre de decidirlo durante la Guerra Civil de Irlanda*, ahora mismo tengo el corazón en un puño porque me voy acercando a la Irlanda revolucionaria en la que sus ciudadanos luchaban por orgullo y con pobreza, y me voy acercando a esa sensación de vacío en la que una se da cuenta de lo poco que importan los ideales políticos cuando se trata del amor de una madre, de un padre, de un hermano o de una persona especial. Estoy a punto de poner mis pasiones en tela de juicio a través de una novela y, pese a no estar dispuesta en absoluto a renunciar al amor que le profeso a esa patria, sí estoy dispuesta a admitir, de llegar el momento, que a la hora de luchar por una bandera nunca hay que olvidar que quien la ondea es tan persona y tan humana como tú y como yo, luche por el bando que luche, y que eso la hace digna de su derecho a vivir.
Esta reflexión, a medio camino entre mi patria Irlanda, la hermosura de la literatura bien llevada, y este tema tan delicado, no es casualidad; hoy se celebra en Lituania el día de la restauración de la Independencia, y las calles están saturadas de banderas, eventos de todo tipo y excesiva épica nacional. Me llevan los demonios de pensar que el 30% de las calles de esta ciudad están o bien sin asfaltar o bien mal asfaltadas (es decir, con las baldosas levantadas o el cemento reventado), que la iluminación nocturna es digna de la Segunda Guerra Mundial y que los autobuses no tienen calefacción pero si goteras, pero que, con todo, hoy se ha hecho un extraordinario gasto en danzas, desfiles militares, decoración a base de banderas y los inevitables fuegos artificiales. Supongo que, viviendo en estas condiciones, el pueblo necesitará un poco de entretenimiento, pero no lo olvidemos, todo esto es opio, también. El patriotismo es un sentimiento nacido de una pasión y, como tal, hay que tener cuidado de que no arrastre nuestras prioridades y se lleve por delante lo que de verdad importa en esta vida, que son, insisto, las personas y su bienestar.
Y todo esto, repito, en boca de una absoluta simpatizante del movimiento nacionalista irlandés, pero que procura no olvidar que, antes que la bandera de Irlanda, estuvieron allí los propios irlandeses, que son por los que realmente merece la pena luchar, independientemente de la bandera que veneren.
* Nota informativa: en la Guerra Civil irlandesa, librada en 1922-23, hubo dos posturas, dos bandos, uno a favor y otro en contra del llamado Tratado Anglo-Irlandés, que fue a su vez el fruto más honroso que el imperio británico le concedió a Irlanda para terminar con la Guerra de la Independencia, librada en 1919-21 entre Irlanda y Gran Bretaña. Según este Tratado, Irlanda pasaría a ser parte de la Commonwealth, debería doblegarse ante la Corona Británica, aceptar su simbología y aceptar un gobernador supremo que representaría a Gran Bretaña en Irlanda, aunque el país mantendría cierto control sobre su economía y su ejército propios. Personalmente, los términos me parecen bastante razonables para las pérdidas que Irlanda sufrió en la Guerra de la Independencia, pero la división interna también me parece muy razonable ya que todas esas pérdidas (o sea, bajas irlandesas) habían luchado por una mayor libertad y por un estatus de estado propio, y no doblegado ante el invasor vecino. Como puede verse, ninguna tontería. Y yo sigo sin estar muy segura de qué postura habría apoyado en esa época, porque por mucho que el corazón me diga una cosa, la razón me recuerda que no todo es blanco o negro.