Existen en este mundo personas que escriben sus días con colores y que, sin ser apenas conscientes, empañan de una inesperada neblina de color toda existencia que pasa por su lado. Personas a las que la vida, por casualidad, te conecta, y de las que empiezas de repente a recibir torrentes de colores, de texturas, de olores. Personas que te hacen darte cuenta de hasta qué punto la vida es toda una obra de arte que, en sus manos, va a tener una apariencia mucho más hermosa, mucho más emocional.
Existen, asimismo, pinceladas aleatorias que esas personas le sueltan al aire. Pinceladas que, por casualidad, pueden recaer sobre individuos cuya vida consistía hasta el momento en una paleta, más bien sencilla, de colores básicos, como para pintar rutinas plastificadas en un cuadernillo para niños. Pero llegan esas pinceladas... y, de repente, todo es arte, todo es color, todo es vida.
Existen, a manos de estas personas de colores, pequeñísimos detalles que hacen de este mundo, de tu mundo, un lugar mucho mejor: un SMS inesperado, una sonrisa a través de Europa que llena de luz el autobús, villancicos en lituano anunciando el reencuentro, una carta en el buzón.
Hoy ha sido un día de colores. Colores que huelen a Miguel. Colores que decoran mis días y que me hacen, hoy también, ir a la cama con una sonrisa tallada en este corazón, tan colmado de magnificencia y dicha, que hasta se marea a ratos en este caleidoscopio de colores tan brillantes.
26 noviembre 2012
¡El colmo del absurdo, el colmo de la belleza!
Que tú, niño de mis ojos con esa sonrisa que ilumina hasta el más gris de los días, me hayas pedido color para tu cielo grisáceo esta mañana...
Que tú, la más tierna y cálida calefacción para mi alma, necesites escucharme reír para que florezca la paz en el reino de tus pensamientos...
Que tú, hombre valiente y hecho y derecho, me suspires cada noche que me quieres...
¡... es el colmo del absurdo!
¡Qué bonito es querer! ¡Qué bonito es ser querido al mismo tiempo! ¡Qué bonito es hacerte feliz con el absurdo! ¡Qué bonito es que me hagas feliz con lo que, sorprendentemente, a ti te supone también el absurdo!
¡Qué bonito es quererte! ¡Qué bonito es que hoy, día 26, nos queden solo 26 días!, y ¡qué bonito es que me pintes de colores y de calidez y de cariño cada mañana, cada tarde y cada noche! ¡Qué bonito es tenerte a mi lado... por muy absurdo que sea!
Que tú, la más tierna y cálida calefacción para mi alma, necesites escucharme reír para que florezca la paz en el reino de tus pensamientos...
Que tú, hombre valiente y hecho y derecho, me suspires cada noche que me quieres...
¡... es el colmo del absurdo!
¡Qué bonito es querer! ¡Qué bonito es ser querido al mismo tiempo! ¡Qué bonito es hacerte feliz con el absurdo! ¡Qué bonito es que me hagas feliz con lo que, sorprendentemente, a ti te supone también el absurdo!
¡Qué bonito es quererte! ¡Qué bonito es que hoy, día 26, nos queden solo 26 días!, y ¡qué bonito es que me pintes de colores y de calidez y de cariño cada mañana, cada tarde y cada noche! ¡Qué bonito es tenerte a mi lado... por muy absurdo que sea!
24 noviembre 2012
Excursiones rarunas a la lituana
Hoy nos hemos ido de excursión a Trakai, a unos 20km al oeste de Vilnius, para visitar la impresionante fortaleza de la isla de Trakai que, a fuerza de pocas o casi nulas competidoras, es en la actualidad la estampa más turística de Lituania.
Autobús de ida. Estar en la cola para entrar en el autobús y que un tipo (lleno de rastas y con cara de haberse fumado un par de porritos hace no demasiado rato), un par de personas por delante de nosotras, se gire, nos mire a los ojos y diga una incomprensibilidad en lituano que sonaba mucho a "¿no tendréis por casualidad un par de litas que prestarme para pagar el billete?". A lo cual le respondemos que "Ispanija". Entiéndase usted con sus paisanos si se ve capaz, señorito... Total, que el tipo no se dirige a nadie más y nosotras compramos nuestros billetes (3LTL con carnet de estudiante), nos sentamos en el autobús, arrancamos, y el tipo de la cola, a partir de ahora referido como "el rastafari" (adivinen por qué), se levanta de su asiento, se acerca a nosotras y, en un perfecto inglés, nos pregunta si de verdad somos españolas. Aquí es cuando empieza la sucesión de cosas rarunas: primero, y con objeto de, supongo, intentar hacer amigos, nos enseña en la pantalla de su terminal móvil un vídeo de las manifestaciones en Barcelona. Mi compañera conversa sobre el tema sin tener mucha idea de lo que habla, y yo miro por la ventana pensando qué coño cartel de neón tendremos para que todos los locos se crean que queremos escuchar sus andanzas. Acto seguido nos pide que escuchemos una canción en castellano. Insiste, nos ponemos un auricular cada una y, tras dedicarle la sonrisa más fríamente cortés que puedo componer, más de lo mismo: yo me hago la sueca y prefiero que me dejen mirando por la ventanilla cómo pasan las coníferas, mientras que mi compañera comenta la jugada. Tras ello, y tan truculentamente como ha llegado, el rastafari se da media vuelta y se vuelve a su asiento. Sin palabras.
Llegar a Trakai, un paseo entre lagos, divisar la fortaleza, pasear por el interior de la misma, precioso el lago colindante, precioso el ambiente de pueblecito dedicado a vender cuatro souvenirs en mal estado, preciosos los bosques a los que no les queda ni una hoja para guardarse de este frío del averno, preciosos los mil destellos de gris que tienen estas aguas, precioso ese olor lejano que empieza a dejar entrever el comienzo del invierno. Un plato combinado y una buena cerveza lituana, un café y una cata de chocolate, y vuelta a la estación de autobuses.
¡Casualidad!, un autobús a punto de salir hacia Vilnius. Perdón, he dicho autobús, pero quería decir minibus. Y con lo de "mini" me refiero a que, como mucho, en ese vehículo había 12 asientos. Amablemente y en un perfecto lenguaje de signos (tras decirnos la mayor mentira que se escucha en este país, que es la de "English yes!"), nos ha cobrado el señor conductor 3'40LTL por el viaje. Y es curioso, cuanto menos, que haya permitido pasajeros extra (es decir, por encima de la capacidad de los asientos del cochecillo) hasta el punto de estar petado hasta las ventanillas. Vale que solo sea media hora de viaje y que el lamentable estado de las carreteras no permita una velocidad considerable como peligrosa, pero aún así, ese comfort y esa manera de viajar violaba por completo todo lo que mi antigua jefa habría permitido en una compañía directa o indirectamente relacionada con el turismo.
En conclusión, estos lituanos son la monda. Que lo que es la excursión ha estado muy bien, pero los habitantes y las costumbres de este pueblo no dejan de sorprenderme cada día...
Autobús de ida. Estar en la cola para entrar en el autobús y que un tipo (lleno de rastas y con cara de haberse fumado un par de porritos hace no demasiado rato), un par de personas por delante de nosotras, se gire, nos mire a los ojos y diga una incomprensibilidad en lituano que sonaba mucho a "¿no tendréis por casualidad un par de litas que prestarme para pagar el billete?". A lo cual le respondemos que "Ispanija". Entiéndase usted con sus paisanos si se ve capaz, señorito... Total, que el tipo no se dirige a nadie más y nosotras compramos nuestros billetes (3LTL con carnet de estudiante), nos sentamos en el autobús, arrancamos, y el tipo de la cola, a partir de ahora referido como "el rastafari" (adivinen por qué), se levanta de su asiento, se acerca a nosotras y, en un perfecto inglés, nos pregunta si de verdad somos españolas. Aquí es cuando empieza la sucesión de cosas rarunas: primero, y con objeto de, supongo, intentar hacer amigos, nos enseña en la pantalla de su terminal móvil un vídeo de las manifestaciones en Barcelona. Mi compañera conversa sobre el tema sin tener mucha idea de lo que habla, y yo miro por la ventana pensando qué coño cartel de neón tendremos para que todos los locos se crean que queremos escuchar sus andanzas. Acto seguido nos pide que escuchemos una canción en castellano. Insiste, nos ponemos un auricular cada una y, tras dedicarle la sonrisa más fríamente cortés que puedo componer, más de lo mismo: yo me hago la sueca y prefiero que me dejen mirando por la ventanilla cómo pasan las coníferas, mientras que mi compañera comenta la jugada. Tras ello, y tan truculentamente como ha llegado, el rastafari se da media vuelta y se vuelve a su asiento. Sin palabras.
¡Casualidad!, un autobús a punto de salir hacia Vilnius. Perdón, he dicho autobús, pero quería decir minibus. Y con lo de "mini" me refiero a que, como mucho, en ese vehículo había 12 asientos. Amablemente y en un perfecto lenguaje de signos (tras decirnos la mayor mentira que se escucha en este país, que es la de "English yes!"), nos ha cobrado el señor conductor 3'40LTL por el viaje. Y es curioso, cuanto menos, que haya permitido pasajeros extra (es decir, por encima de la capacidad de los asientos del cochecillo) hasta el punto de estar petado hasta las ventanillas. Vale que solo sea media hora de viaje y que el lamentable estado de las carreteras no permita una velocidad considerable como peligrosa, pero aún así, ese comfort y esa manera de viajar violaba por completo todo lo que mi antigua jefa habría permitido en una compañía directa o indirectamente relacionada con el turismo.
En conclusión, estos lituanos son la monda. Que lo que es la excursión ha estado muy bien, pero los habitantes y las costumbres de este pueblo no dejan de sorprenderme cada día...
23 noviembre 2012
29.
Establecer una rutina ayuda (y mucho) a la adaptación a los cambios. Saber qué autobús has de coger para llegar al trabajo, ir reconociendo los nombres de algunas paradas, que el paisaje te suene familiar, en fin, son pequeñeces que te hacen sentir parte un poco más relevante de la realidad colindante.
Y, sin embargo...
Cierro los ojos porque estoy cansada porque hoy hemos dormido con una estrella más en el cielo, y no siento que estoy en el 49 dirección Ateities g. para solventar un día más de trabajo, sino que siento que estoy en el A0651 de Bizkaibus camino a Bilbao porque he quedado con él para tomar unas cañas.
Cierro los ojos mientras apuro el pitillo en un descanso porque hace un frío del infierno, y algo se activa en mi cabeza y me hace casi esperar que cuando los vuelva a abrir él estará frente a mí, apurando su pitillo también, tiritando y cagándose en los termómetros, y apremiándome para que termine rápido de fumar y podamos volver a entrar adentro al calor de las estufas.
Cierro los ojos para oler el café recién hecho por la mañana y me giro con extrañeza porque todavía no me está abrazando por detrás, por la cintura, con ternura y olisqueando también ese olor a casa, a hogar, que tiene el café.
Cierro los ojos en la cama y perfectamente podría estar tumbado a mi lado. A veces incluso le hablo cuando me estoy quedando dormida, y cuando le voy a zarandear para que me responda, vuelvo a la realidad, y la habitación está oscura, y me quedo sola, hablándole a la almohada, que ya ha asumido que estoy loca y cualquier día me hablará, también.
Establecer una rutina me ha ayudado a no volverme majareta, sí. Aún así, él ha formado parte de cada una de las variadas rutinas que he tenido desde que le conozco, con lo que esta rutina, pese a esqueletar mi día a día y no dejarme caer de bruces, se queda aún un poco coja sin él, y no veo el momento en el que me abrace por detrás mientras pongo el café, en el que fume conmigo en la calle cagándose del frío, en el que cojamos juntos estos autobuses del infierno, en el que nos durmamos abrazados frente con frente.
La angustia de echar de menos a alguien es equivalente a tener que subir monte arriba la montaña más testaruda imaginable en un día de lluvia y frío, pero es también el mayor motivo de orgullo y de superación que podría tener a diario.
Y es que quererle, y estar haciendo esto porque le quiero, y porque, de repente, cierro los ojos y casi le escucho a mi lado riéndose de que esté sentada en el suelo en lugar de a su lado en el sofá, no tiene precio. Porque no hay mayor tesoro que sentirle a mi lado incluso cuando está tan lejos. No hay mayor tesoro que esta sensación de fuerza, de que el mundo está a nuestros pies. No hay mayor tesoro que él, conmigo, y yo, con él.
Y, sin embargo...
Cierro los ojos porque estoy cansada porque hoy hemos dormido con una estrella más en el cielo, y no siento que estoy en el 49 dirección Ateities g. para solventar un día más de trabajo, sino que siento que estoy en el A0651 de Bizkaibus camino a Bilbao porque he quedado con él para tomar unas cañas.
Cierro los ojos mientras apuro el pitillo en un descanso porque hace un frío del infierno, y algo se activa en mi cabeza y me hace casi esperar que cuando los vuelva a abrir él estará frente a mí, apurando su pitillo también, tiritando y cagándose en los termómetros, y apremiándome para que termine rápido de fumar y podamos volver a entrar adentro al calor de las estufas.
Cierro los ojos para oler el café recién hecho por la mañana y me giro con extrañeza porque todavía no me está abrazando por detrás, por la cintura, con ternura y olisqueando también ese olor a casa, a hogar, que tiene el café.
Cierro los ojos en la cama y perfectamente podría estar tumbado a mi lado. A veces incluso le hablo cuando me estoy quedando dormida, y cuando le voy a zarandear para que me responda, vuelvo a la realidad, y la habitación está oscura, y me quedo sola, hablándole a la almohada, que ya ha asumido que estoy loca y cualquier día me hablará, también.
Establecer una rutina me ha ayudado a no volverme majareta, sí. Aún así, él ha formado parte de cada una de las variadas rutinas que he tenido desde que le conozco, con lo que esta rutina, pese a esqueletar mi día a día y no dejarme caer de bruces, se queda aún un poco coja sin él, y no veo el momento en el que me abrace por detrás mientras pongo el café, en el que fume conmigo en la calle cagándose del frío, en el que cojamos juntos estos autobuses del infierno, en el que nos durmamos abrazados frente con frente.
La angustia de echar de menos a alguien es equivalente a tener que subir monte arriba la montaña más testaruda imaginable en un día de lluvia y frío, pero es también el mayor motivo de orgullo y de superación que podría tener a diario.
Y es que quererle, y estar haciendo esto porque le quiero, y porque, de repente, cierro los ojos y casi le escucho a mi lado riéndose de que esté sentada en el suelo en lugar de a su lado en el sofá, no tiene precio. Porque no hay mayor tesoro que sentirle a mi lado incluso cuando está tan lejos. No hay mayor tesoro que esta sensación de fuerza, de que el mundo está a nuestros pies. No hay mayor tesoro que él, conmigo, y yo, con él.
22 noviembre 2012
Implacable.
Así soy. Implacable. Insaciable. Siempre en desacuerdo. Siempre queriendo más, aspirando a algo más allá.
Nunca me vale con decirle que le quiero, porque necesito que lo entienda por encima de la simpleza de las palabras, que se han vuelto una herramienta hueca e ineficiente. Nunca me vale con un solo mensaje contándole mis andanzas, porque en un mensaje no puedo transmitirle que llevo todo el día pensando en su sonrisa, que se me han ocurrido mil chorradas que le van a hacer reír a carcajadas, y que cada soplo de viento me sobresalta cuando me susurra su nombre entre los árboles. Nunca me quedo tranquila tras tachar los días en el calendario, porque las cuentas atrás, si son para verle, deberían funcionar de dos en dos, para así no impacientarme, para conservar mi cordura y para que no me cueste tanto levantar por las mañanas. Nunca será suficiente tener por delante toda una vida para que siga creciendo este cariño hasta el punto que merece, para que compartamos mil abrazos cada día, porque para estar con él, para estar con él y hacerle justicia a este sentimiento, quiero, necesito el tiempo de, por lo menos, siete vidas.
Implacable. Siempre quiero un beso más, cinco minutos más enganchada en sus labios, una última mirada atrás en el aeropuerto, un último café antes de marchar, apurando cada segundo a su lado. Que me vuelva a abrazar. Volver a despertarme a su lado. Cerrar los ojos y volver escucharle hablar a la altura de mi pecho, tranquilo, sosegado. Que su voz me amanse, que sus divagaciones me templen. Volver a abrir los ojos y que esté sorbiendo otro poco de vino. Enredarme en su pelo y entrar en su mirada.
30 días y contando, Miguel.
Nunca me vale con decirle que le quiero, porque necesito que lo entienda por encima de la simpleza de las palabras, que se han vuelto una herramienta hueca e ineficiente. Nunca me vale con un solo mensaje contándole mis andanzas, porque en un mensaje no puedo transmitirle que llevo todo el día pensando en su sonrisa, que se me han ocurrido mil chorradas que le van a hacer reír a carcajadas, y que cada soplo de viento me sobresalta cuando me susurra su nombre entre los árboles. Nunca me quedo tranquila tras tachar los días en el calendario, porque las cuentas atrás, si son para verle, deberían funcionar de dos en dos, para así no impacientarme, para conservar mi cordura y para que no me cueste tanto levantar por las mañanas. Nunca será suficiente tener por delante toda una vida para que siga creciendo este cariño hasta el punto que merece, para que compartamos mil abrazos cada día, porque para estar con él, para estar con él y hacerle justicia a este sentimiento, quiero, necesito el tiempo de, por lo menos, siete vidas.
Implacable. Siempre quiero un beso más, cinco minutos más enganchada en sus labios, una última mirada atrás en el aeropuerto, un último café antes de marchar, apurando cada segundo a su lado. Que me vuelva a abrazar. Volver a despertarme a su lado. Cerrar los ojos y volver escucharle hablar a la altura de mi pecho, tranquilo, sosegado. Que su voz me amanse, que sus divagaciones me templen. Volver a abrir los ojos y que esté sorbiendo otro poco de vino. Enredarme en su pelo y entrar en su mirada.
30 días y contando, Miguel.
18 noviembre 2012
Kaunis rakastaa söpö
Un día me miré al espejo y supe que me había enamorado. Me había enamorado de cada minuto de miradas sin decirnos nada, de cada beso con sabor a cerveza, de cada broma floja, de cada sesión de carcajadas de las que hacen doler las tripas, de cada soliloquio basado en sus cosas de coches, de cada director de cine ucraniano de su invención, de cada pregunta digna de ingeniero, en fin, me había enamorado de cada pedacito de esa persona, de cada pedacito de mí cuando estaba con esa persona, y me miré al espejo, y lo supe, y supe que, esos nervios que planeaban sobre mí cada tarde que sabía que en horas vería su sonrisa, solo querían hacerme ver que estaba volviendo a querer.
Y, desde entonces, cada día me reafirmo más en nuestra puede que alocada decisión. Me bastan unos minutos diarios con su voz y su sonrisa en mi pantalla para que el día parezca menos Mordor y sea un poquito más Nunca Jamás. Me basta un mensaje inesperado para que se me llene el pecho con una inmensa sonrisa interna de felicidad, de plenitud, de inmejorabilidad. Nada que me haga tan feliz como pensar que, este año, las Navidades van a llevar su nombre, su apellido, su presencia, su olor, sus ojos, su sonrisa interminable, sus excentricidades y su cariño. Nada que me haga tan feliz como querer (¡y que sea recíproco!) a una persona valiente donde las haya, peculiar, pacífica y benevolente; nada que me haga tan feliz como mirar al futuro y saber que él está ahí, que estará ahí, y que aquel día en el que me miré al espejo y supe que me había enamorado, no estaba sabiendo nada más que el principio de lo que iba a ser volver a nacer.
06 noviembre 2012
Tervetuloo Helsinkiin (a tres días de Vilnius)
Las circunstancias hoy son obviamente distintas a como lo eran a tres días de marchar a estudiar a Finlandia, la situación también, el nivel de madurez, en fin, todo ha cambiado bastante, pero aquí debe de seguir mi esencia, porque me vuelvo a embarcar en una aventura de locos. Culo inquieto donde los haya.
Y, cuando aquello, nadie me cantó un himno de bienvenida, pero lo estoy escuchando por azares de YouTube, dos años después, y me siento bienvenida por cada día que sentí que aquel podía no ser, a fin de cuentas, mi lugar. Quién sabe; tal vez en un par de años escuche una canción que me dé la bienvenida a Vilnius y me reiré de esta entrada y de mí misma... porque en esa ciudad, también, se habrá quedado un pedacito de mí.
Y, cuando aquello, nadie me cantó un himno de bienvenida, pero lo estoy escuchando por azares de YouTube, dos años después, y me siento bienvenida por cada día que sentí que aquel podía no ser, a fin de cuentas, mi lugar. Quién sabe; tal vez en un par de años escuche una canción que me dé la bienvenida a Vilnius y me reiré de esta entrada y de mí misma... porque en esa ciudad, también, se habrá quedado un pedacito de mí.
03 noviembre 2012
Viviendo en una montaña rusa
<<Mira a tu alrededor. Mira la que has liado, joder.
Una maleta de tamaño industrial esperando que la llenes de abrigos, ropa térmica, botas de monte y libros ultradeprimentes y adecuadísimos para ese millón de tardes solitarias que pasarás encerrada en casa por no enfrentarte al aguacero bajo cero que estará tronando afuera. Una lista incompleta que trata de enumerar lo que no puedes dejar de llevarte, léase pañuelos, sus fotos, un cuaderno amable en el que poder llorar palabras, música que se adecue a cada tonalidad de gris que adopte tu ánimo a diario. Tres, cuatro, cinco guías de viaje distintas que no te atreves a seguir subrayando porque cada nombre en ese idioma parece una variación minúscula y macabra del nombre anterior. Seguros médicos por todas partes, copias del pasaporte, billetes de avión que ya no sabes ni a qué día corresponden, e-mails de un agente inmobiliario del que no tienes más remedio que fiarte. Eres el caos.>>
Pepito Grillo lleva unos días haciéndome sentir la persona más absurda de esta tierra; a ratos quisiera hacerme un huevo y esconderme dentro de la maleta y pasar ahí estos seis meses que vienen, y a ratos me excito y me pregunto qué me deparará la vida en Lituania, y a ratos me echo a llorar y me llevo las manos a la cabeza de pensar en lo descabellado que es dejar atrás todo lo que tengo aquí, y a ratos abrazo a Pipo y le pido que me cuide y que sea fuerte, y entonces tengo que levantar la cabeza por mucho que me cueste, volver a mirar alrededor y obligarme a pensar en la que he liado.
Y, entonces, después de la emoción por la aventura, la llorera derivada del miedo al fracaso, el pánico a lo desconocido, la euforia ¡precisamente por lo desconocido que hay por descubrir!, la añoranza que me araña el corazón desde ya antes de marchar, la contención obligada de todo sentimiento porque debo ser tan fuerte como lo he sido siempre, abro la cremallera de la maleta, cojo aire, intento terminar mi lista, desisto al minuto, abro el armario y escojo mi primer jersey de lanas, para los días de frío, para los ColaCaos armonizados por baladas de Scorpions en casa, para abrazarle en la distancia y llenar nuestros abrazos de calor, para que haya alguien protegiéndome en cada cigarro que fumemos en solitario ese jersey y yo.
¡Valiente! No. Tengo mucho miedo. Pero seré valiente. Lo seré. Solo necesito salir de este limbo de pesadilla previa a la partida. Entonces volverá el valor. Entonces volveré a ser digna de ser llamada a la casa Gryffindor.
Una maleta de tamaño industrial esperando que la llenes de abrigos, ropa térmica, botas de monte y libros ultradeprimentes y adecuadísimos para ese millón de tardes solitarias que pasarás encerrada en casa por no enfrentarte al aguacero bajo cero que estará tronando afuera. Una lista incompleta que trata de enumerar lo que no puedes dejar de llevarte, léase pañuelos, sus fotos, un cuaderno amable en el que poder llorar palabras, música que se adecue a cada tonalidad de gris que adopte tu ánimo a diario. Tres, cuatro, cinco guías de viaje distintas que no te atreves a seguir subrayando porque cada nombre en ese idioma parece una variación minúscula y macabra del nombre anterior. Seguros médicos por todas partes, copias del pasaporte, billetes de avión que ya no sabes ni a qué día corresponden, e-mails de un agente inmobiliario del que no tienes más remedio que fiarte. Eres el caos.>>
Pepito Grillo lleva unos días haciéndome sentir la persona más absurda de esta tierra; a ratos quisiera hacerme un huevo y esconderme dentro de la maleta y pasar ahí estos seis meses que vienen, y a ratos me excito y me pregunto qué me deparará la vida en Lituania, y a ratos me echo a llorar y me llevo las manos a la cabeza de pensar en lo descabellado que es dejar atrás todo lo que tengo aquí, y a ratos abrazo a Pipo y le pido que me cuide y que sea fuerte, y entonces tengo que levantar la cabeza por mucho que me cueste, volver a mirar alrededor y obligarme a pensar en la que he liado.
Y, entonces, después de la emoción por la aventura, la llorera derivada del miedo al fracaso, el pánico a lo desconocido, la euforia ¡precisamente por lo desconocido que hay por descubrir!, la añoranza que me araña el corazón desde ya antes de marchar, la contención obligada de todo sentimiento porque debo ser tan fuerte como lo he sido siempre, abro la cremallera de la maleta, cojo aire, intento terminar mi lista, desisto al minuto, abro el armario y escojo mi primer jersey de lanas, para los días de frío, para los ColaCaos armonizados por baladas de Scorpions en casa, para abrazarle en la distancia y llenar nuestros abrazos de calor, para que haya alguien protegiéndome en cada cigarro que fumemos en solitario ese jersey y yo.
¡Valiente! No. Tengo mucho miedo. Pero seré valiente. Lo seré. Solo necesito salir de este limbo de pesadilla previa a la partida. Entonces volverá el valor. Entonces volveré a ser digna de ser llamada a la casa Gryffindor.
02 noviembre 2012
Miguel en los ojos de Adriana
Recuerdo la primera mañana de mi vida en la que sus ojos fueron lo primero que vi en todo el día. Se desperezaba, con una lentitud de esas que transmiten pereza positiva, con gracia, apretando los ojitos y dejando escapar un bostezo tras el cual se dedicó a observarme. Entonces abrí los ojos, pero no los párpados sino los otros ojos, los ojos del alma, y me dejé caer en los suyos, en silencio, sin que hiciera falta nada más que esa mirada eterna que fluyó hasta la sonrisa y el posterior abrazo en armonía con el universo.
A partir de entonces, cada mañana que despierto sin él me deja perpleja unos instantes, aturullada, confusa por un momento, preguntándome dónde estarán esos ojos que van a saltar a los míos o a los que los míos van a saltar. Cada mañana que despierto sin él se traduce a unos mensajes breves y apresurados sobre cuánto más hermosos son los despertares compartidos. Cada mañana que despierto sin él, me evaporo en un suspiro que tacha un día más en la cuenta atrás para la siguiente noche en la que pueda dormirme abrazándole.
Y entonces llega, llega la esperadísima siguiente noche en la que puedo dormirme abrazándole, y llega el momento de dejarme caer en esos labios, y de entregarme por completo a sus abrazos, y llega el momento de rozar el firmamento con la punta de los dedos, y llega el momento en el que no hace falta confesar cuánto le quiero, porque lo sabe, lo sabe al igual que lo sé yo, y hacer el amor es solo un paso más de cercanía mutua, y querer fundirme con su piel es mi única obsesión, y mi coraza estalla, y somos solo él y yo y yo y él, y el mundo ahí afuera puede esperar, porque los despertares así de grandes merecen que el resto del mundo eche el freno y se dedique a suspirar.
Y sus ojos, y sus manos protegiendo las mías, y el latido de su pecho, y sus ojos de nuevo, y yo me siento marchar a otra dimensión, y vuelo, y volamos, muy muy alto, para siempre.
A partir de entonces, cada mañana que despierto sin él me deja perpleja unos instantes, aturullada, confusa por un momento, preguntándome dónde estarán esos ojos que van a saltar a los míos o a los que los míos van a saltar. Cada mañana que despierto sin él se traduce a unos mensajes breves y apresurados sobre cuánto más hermosos son los despertares compartidos. Cada mañana que despierto sin él, me evaporo en un suspiro que tacha un día más en la cuenta atrás para la siguiente noche en la que pueda dormirme abrazándole.
Y entonces llega, llega la esperadísima siguiente noche en la que puedo dormirme abrazándole, y llega el momento de dejarme caer en esos labios, y de entregarme por completo a sus abrazos, y llega el momento de rozar el firmamento con la punta de los dedos, y llega el momento en el que no hace falta confesar cuánto le quiero, porque lo sabe, lo sabe al igual que lo sé yo, y hacer el amor es solo un paso más de cercanía mutua, y querer fundirme con su piel es mi única obsesión, y mi coraza estalla, y somos solo él y yo y yo y él, y el mundo ahí afuera puede esperar, porque los despertares así de grandes merecen que el resto del mundo eche el freno y se dedique a suspirar.
Y sus ojos, y sus manos protegiendo las mías, y el latido de su pecho, y sus ojos de nuevo, y yo me siento marchar a otra dimensión, y vuelo, y volamos, muy muy alto, para siempre.
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