02 noviembre 2012

Miguel en los ojos de Adriana

Recuerdo la primera mañana de mi vida en la que sus ojos fueron lo primero que vi en todo el día. Se desperezaba, con una lentitud de esas que transmiten pereza positiva, con gracia, apretando los ojitos y dejando escapar un bostezo tras el cual se dedicó a observarme. Entonces abrí los ojos, pero no los párpados sino los otros ojos, los ojos del alma, y me dejé caer en los suyos, en silencio, sin que hiciera falta nada más que esa mirada eterna que fluyó hasta la sonrisa y el posterior abrazo en armonía con el universo.

A partir de entonces, cada mañana que despierto sin él me deja perpleja unos instantes, aturullada, confusa por un momento, preguntándome dónde estarán esos ojos que van a saltar a los míos o a los que los míos van a saltar. Cada mañana que despierto sin él se traduce a unos mensajes breves y apresurados sobre cuánto más hermosos son los despertares compartidos. Cada mañana que despierto sin él, me evaporo en un suspiro que tacha un día más en la cuenta atrás para la siguiente noche en la que pueda dormirme abrazándole.

Y entonces llega, llega la esperadísima siguiente noche en la que puedo dormirme abrazándole, y llega el momento de dejarme caer en esos labios, y de entregarme por completo a sus abrazos, y llega el momento de rozar el firmamento con la punta de los dedos, y llega el momento en el que no hace falta confesar cuánto le quiero, porque lo sabe, lo sabe al igual que lo sé yo, y hacer el amor es solo un paso más de cercanía mutua, y querer fundirme con su piel es mi única obsesión, y mi coraza estalla, y somos solo él y yo y yo y él, y el mundo ahí afuera puede esperar, porque los despertares así de grandes merecen que el resto del mundo eche el freno y se dedique a suspirar.

Y sus ojos, y sus manos protegiendo las mías, y el latido de su pecho, y sus ojos de nuevo, y yo me siento marchar a otra dimensión, y vuelo, y volamos, muy muy alto, para siempre.

No hay comentarios:

Publicar un comentario