22 noviembre 2012

Implacable.

Así soy. Implacable. Insaciable. Siempre en desacuerdo. Siempre queriendo más, aspirando a algo más allá.

Nunca me vale con decirle que le quiero, porque necesito que lo entienda por encima de la simpleza de las palabras, que se han vuelto una herramienta hueca e ineficiente. Nunca me vale con un solo mensaje contándole mis andanzas, porque en un mensaje no puedo transmitirle que llevo todo el día pensando en su sonrisa, que se me han ocurrido mil chorradas que le van a hacer reír a carcajadas, y que cada soplo de viento me sobresalta cuando me susurra su nombre entre los árboles. Nunca me quedo tranquila tras tachar los días en el calendario, porque las cuentas atrás, si son para verle, deberían funcionar de dos en dos, para así no impacientarme, para conservar mi cordura y para que no me cueste tanto levantar por las mañanas. Nunca será suficiente tener por delante toda una vida para que siga creciendo este cariño hasta el punto que merece, para que compartamos mil abrazos cada día, porque para estar con él, para estar con él y hacerle justicia a este sentimiento, quiero, necesito el tiempo de, por lo menos, siete vidas.

Implacable. Siempre quiero un beso más, cinco minutos más enganchada en sus labios, una última mirada atrás en el aeropuerto, un último café antes de marchar, apurando cada segundo a su lado. Que me vuelva a abrazar. Volver a despertarme a su lado. Cerrar los ojos y volver escucharle hablar a la altura de mi pecho, tranquilo, sosegado. Que su voz me amanse, que sus divagaciones me templen. Volver a abrir los ojos y que esté sorbiendo otro poco de vino. Enredarme en su pelo y entrar en su mirada.

30 días y contando, Miguel.

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