23 noviembre 2012

29.

Establecer una rutina ayuda (y mucho) a la adaptación a los cambios. Saber qué autobús has de coger para llegar al trabajo, ir reconociendo los nombres de algunas paradas, que el paisaje te suene familiar, en fin, son pequeñeces que te hacen sentir parte un poco más relevante de la realidad colindante.

Y, sin embargo...

Cierro los ojos porque estoy cansada porque hoy hemos dormido con una estrella más en el cielo, y no siento que estoy en el 49 dirección Ateities g. para solventar un día más de trabajo, sino que siento que estoy en el A0651 de Bizkaibus camino a Bilbao porque he quedado con él para tomar unas cañas.

Cierro los ojos mientras apuro el pitillo en un descanso porque hace un frío del infierno, y algo se activa en mi cabeza y me hace casi esperar que cuando los vuelva a abrir él estará frente a mí, apurando su pitillo también, tiritando y cagándose en los termómetros, y apremiándome para que termine rápido de fumar y podamos volver a entrar adentro al calor de las estufas.

Cierro los ojos para oler el café recién hecho por la mañana y me giro con extrañeza porque todavía no me está abrazando por detrás, por la cintura, con ternura y olisqueando también ese olor a casa, a hogar, que tiene el café.

Cierro los ojos en la cama y perfectamente podría estar tumbado a mi lado. A veces incluso le hablo cuando me estoy quedando dormida, y cuando le voy a zarandear para que me responda, vuelvo a la realidad, y la habitación está oscura, y me quedo sola, hablándole a la almohada, que ya ha asumido que estoy loca y cualquier día me hablará, también.

Establecer una rutina me ha ayudado a no volverme majareta, sí. Aún así, él ha formado parte de cada una de las variadas rutinas que he tenido desde que le conozco, con lo que esta rutina, pese a esqueletar mi día a día y no dejarme caer de bruces, se queda aún un poco coja sin él, y no veo el momento en el que me abrace por detrás mientras pongo el café, en el que fume conmigo en la calle cagándose del frío, en el que cojamos juntos estos autobuses del infierno, en el que nos durmamos abrazados frente con frente.

La angustia de echar de menos a alguien es equivalente a tener que subir monte arriba la montaña más testaruda imaginable en un día de lluvia y frío, pero es también el mayor motivo de orgullo y de superación que podría tener a diario.

Y es que quererle, y estar haciendo esto porque le quiero, y porque, de repente, cierro los ojos y casi le escucho a mi lado riéndose de que esté sentada en el suelo en lugar de a su lado en el sofá, no tiene precio. Porque no hay mayor tesoro que sentirle a mi lado incluso cuando está tan lejos. No hay mayor tesoro que esta sensación de fuerza, de que el mundo está a nuestros pies. No hay mayor tesoro que él, conmigo, y yo, con él.


No hay comentarios:

Publicar un comentario