Y, desde entonces, cada día me reafirmo más en nuestra puede que alocada decisión. Me bastan unos minutos diarios con su voz y su sonrisa en mi pantalla para que el día parezca menos Mordor y sea un poquito más Nunca Jamás. Me basta un mensaje inesperado para que se me llene el pecho con una inmensa sonrisa interna de felicidad, de plenitud, de inmejorabilidad. Nada que me haga tan feliz como pensar que, este año, las Navidades van a llevar su nombre, su apellido, su presencia, su olor, sus ojos, su sonrisa interminable, sus excentricidades y su cariño. Nada que me haga tan feliz como querer (¡y que sea recíproco!) a una persona valiente donde las haya, peculiar, pacífica y benevolente; nada que me haga tan feliz como mirar al futuro y saber que él está ahí, que estará ahí, y que aquel día en el que me miré al espejo y supe que me había enamorado, no estaba sabiendo nada más que el principio de lo que iba a ser volver a nacer.
18 noviembre 2012
Kaunis rakastaa söpö
Un día me miré al espejo y supe que me había enamorado. Me había enamorado de cada minuto de miradas sin decirnos nada, de cada beso con sabor a cerveza, de cada broma floja, de cada sesión de carcajadas de las que hacen doler las tripas, de cada soliloquio basado en sus cosas de coches, de cada director de cine ucraniano de su invención, de cada pregunta digna de ingeniero, en fin, me había enamorado de cada pedacito de esa persona, de cada pedacito de mí cuando estaba con esa persona, y me miré al espejo, y lo supe, y supe que, esos nervios que planeaban sobre mí cada tarde que sabía que en horas vería su sonrisa, solo querían hacerme ver que estaba volviendo a querer.
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